El Sacro Imperio Romano Germánico persiguió, durante siglos, la integración de territorios europeos con afinidades religiosas e intereses comunes.
En el año 843 d.C., mediante el Tratado de Verdum, se dividió el Imperio Carolingio entre los tres nietos de Carlo Margno. Una de estas divisiones, Francia Oriental, es el origen del Sacro Imperio Romano Germánico. Éste se creó en el año 962 d.C., por medio de la dinastía sajona. El conglomerado de territorios y estados fue ampliándose progresivamente hasta su final, ocurrido a principios del siglo XIX.
El Sacro Imperio Romano Germánico se caracterizó por la coexistencia de un poder imperial, representando por el Emperador, y los poderes de los estados integrantes. No obstante, la gestión directa de cada uno de los territorios estuvo siempre en manos de los gobiernos locales. Esta “confederación” de naciones tuvo un marcado carácter religioso, se trataba de integrar a territorios cristianos con análogas inquietudes y aspiraciones. Por el contrario, no existió voluntad de dar a luz un estado-nación con gobierno directo del Emperador.
Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, Francia, Luxemburgo, Eslovenia, Italia, Polonia etc. formaron parte del “Sacro Imperio”, que poseyó un órgano legislativo denominado "Dieta" o "Reichstag". Las Cortes Imperiales se dividieron en dos cámaras, el "Reichshofrat" y el "Reichskammergericht".
El “Imperio” entró en crisis en el siglo XVII, tras la Paz de Westfalia. La progresiva pérdida de poder imperial fue directamente proporcional al avance en la autonomía de cada uno de los territorios y estados integrantes. Francisco II fue el último emperador. Varias crisis y conflictos bélicos mandaron al “Sacro Imperio” a la tumba. En 1806, se decretó la supresión de esta alianza, el último rey no quiso que Napoleón Bonaparte accediese al histórico trono imperial.