El origen del pan se remonta al Antiguo Egipto. Desde entonces, es uno de los alimentos más accesibles, nutritivos y baratos.
A lo largo de la Historia, el hombre ha buscado alimentos que reúnan tres requisitos básicos: que tengan un alto valor energético, que tengan bajo contenido en agua para favorecer la conservación y que sean palatables y digestibles. Los cereales ofrecen esta posibilidad, pero para poder alcanzar la palatabilidad y digestibilidad idónea, necesitan de una elaboración. En ese momento, y gracias al ingenio del hombre, nació el pan. Se descubrió que después de un proceso de cocción, fermentación y exposición a altas temperaturas, se podía conseguir un alimento sólido apto para el consumo.
Los cereales, dentro del cuadro nutricional de la mayoría de las dietas, se enmarcan en el grupo de los hidratos de carbono, principal fuente de energía del ser humano. El pan, la pasta, el arroz, las legumbres y las patatas pertenecen al grupo de los farináceos.
La composición simple del pan tradicional es harina (la más conocida es la de trigo), agua y sal (aunque encontramos pan sin sal, apta para dietas hiposódicas). En una dieta equilibrada de 2000 kcal diarias, media barra de pan (125 g aproximadamente) aporta unos 60 gramos de hidratos de carbono; en torno al 25% de la cantidad diaria recomendada de este macronutriente.
Si nuestra comida no presenta ningún farináceo más, podríamos comer pan todos los días e incluirla en una dieta sana y equilibrada. Pero si vamos a ingerir más farináceos, como un plato de patatas, un cuenco de arroz o una ración de garbanzos, debemos reducir o eliminar el pan en esa comida.
Según la cultura popular “las penas con pan son menos”. Hagamos caso al refrán, siempre cuando no abusemos del resto de alimentos ricos en hidratos de carbono, ya que existe otro refrán que dice que “pan con pan, comida de tontos”.